Macrogranjas y minijobs: nuestra cesta de la compra es pura política

by Julen

Pedalear en bici de montaña por la ancha Castilla te acerca sí o sí a sus abundantes explotaciones ganaderas. El campo siempre ha sido, también, para los animales. Claro que no solo es asunto de Castilla y León o de Castilla La Mancha. Aragón y Cataluña son también dos buenos caladeros de este tipo de industria. No me guío por las cifras, sino por mis pedaladas. Las macrogranjas —entiende «macro» como término relativo, pero opuesto siempre a los modelos familiares y de pequeño formato— forman parte del paisaje rural del siglo XXI. Y suelen desprender un aroma especial, te lo aseguro.

Siempre he pensado que el asunto es fácil de explicar. Una granja se transforma en macrogranja cuando introduce criterios industriales y de eficiencia máxima en su gestión. Así que comienza el lógico trabajo por acortar el time-to-market, que diríamos, anglicismo mediante. Por ejemplo, si un cerdo puede ser materia prima descuartizable en seis meses, ¿por qué esperar a diez? El objetivo no puede ser otro: necesitamos acelerar porque tiempo es dinero. Más tiempo, más consumo de recursos. Así que cerdos, vacas, gallinas o lo que sea son ese producto que tiene que llegar al mercado cuanto antes. Las macrogranjas son fábricas, no explotaciones ganaderas al uso.

Por supuesto que de por medio se habrá desarrollado la burocracia certificadora. La seguridad alimentaria no es cuestión menor. No nos podemos permitir el lujo de envenenar a la población con productos que no cumplan los estándares sanitarios en materia de alimentación. Así que, mientras pase el estándar, a mí no me digas nada, que cumplo con la ley. ¿La calidad? No es cuestión de buena o mala; es cuestión de un certificado. ¿Lo tengo? Pues a callar.

En la lógica de la macrogranja entra, por supuesto, el mínimo trabajo que sea posible… desarrollado por humanos. Queda para la nostalgia del pasado aquella escena en la que mi abuelo ordeñaba (en casa se decía «cataba») sus dos vacas. Ese trabajo hoy es para las máquinas de ordeño. Nada de que un humano toquetee las ubres de la vaca. Por favor, que las ciencias avanzan una barbaridad. El trabajo, otra vez más, es cosa de las máquinas, la monitorización, la inteligencia artificial: tecnología a quintales. Los humanos diseñan macrogranjas al tiempo que producen minijobs y deconstruyen puestos de trabajo.

El presente y el futuro pertenecen a la eficiencia. Las macrogranjas son un modelo del siglo XXI. Reflejan la sociedad en la que vivimos: consumo y más consumo. Son la respuesta ante la exigencia del mercado. Pura lógica de mercado, nada más que eso. Si una planta industrial ideal puede funcionar a oscuras porque no hay humanos de por medio, una macrogranja reproduce el mismo esquema, dalo por seguro. En un caso quizá limpieza extrema; en el otro, bueno, algo más de mierda porque el proceso conlleva pequeños daños colaterales. Pero en ambos casos la diosa que se venera es la eficiencia.

Y en todo esto tú y yo, con nuestros comportamientos de consumo contribuimos a que el modelo siga siendo el que es. Ya nos sabemos la teoría: nuestra cesta de la compra es pura política. Hoy más que nunca. ¿De dónde viene esa carne que compramos y luego consumimos, si es que todavía no te has pasado al otro lado, claro está? Pura política. Necesitamos datos para tener trazabilidad, como ocurre con los huevos de gallina. Al final, ya veis, llegamos otra vez al dato como recurso básico para hacer negocios. Nuestra compra —política— necesita información.

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P.D. En mi actividad profesional de consultoría he llevado a cabo varios proyectos con empresas del sector alimentario. Mi sensación siempre ha sido la misma: si la ciudadanía de a pie viera con sus propios ojos cómo hoy «fabricamos» comida, más de una y de uno dejaría de consumir ciertos productos.

 

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