Cuando jugábamos al balón en alguna de las campas de mi abuelo, era fundamental la portería. Sí, teníamos una campa preferida, la de Ocio. Era la más llana y quedaba cerca de casa. Allí jugábamos muchos de nuestros más apasionados partidos. Cierto que no era del todo llana, pero sí lo suficiente. Para que la brega fuera justa había que cambiar de campo una vez a lo largo del partido, para que la cuesta abajo del primer tiempo fuera la cuesta arriba del segundo.
La campa de Ocio tenía otro problema: la carretera que pasaba por uno de sus laterales. No era una carretera cualquiera. Quedaba por debajo del nivel de la campa. Eso suponía que cuando el balón se nos caía por allí, la operación de rescate no era tan sencilla. Alguien debía bajar a la carretera y encarar el tráfico. Y ya se sabía: los coches eran el demonio para niños de seis u ocho años.
Los partidos necesitaban porterías, pero nunca llegamos a disponer de una de verdad. Nuestro sistema pasaba por dos alternativas. La primera, la más básica, era poner en el suelo cualquier cosa que hiciera de poste imaginario. Servía algo de ropa, una bolsa de deporte, una piedra. Cualquier cosa que hiciera bulto. Al no llegar a levantar más que unos escasos palmos del suelo, había que imaginar el poste en vertical. ¿Gol? Dependía de nuestra vista y del acuerdo al que llegáramos. O no, claro.
El segundo método era un poco más sofisticado. Consistía en clavar en el suelo dos varas de avellano. Por un extremo les sacábamos punta para intentar clavarlas. Había que elegir bien el lugar porque el tipo de tierra lo podía hacer imposible. Necesitábamos un terreno lo suficientemente blando como para que se sometiera a nuestra limitada fuerza infantil. Si la obra terminaba bien, las varas de avellano lucían fantásticas: no había que imaginar. Había sido gol o no. A veces, si el balón daba fuerte en el poste, adiós a la portería.
Por supuesto que nuestro anhelo era el de una portería completa, con sus tres postes, su red y todo aquello que veíamos en los partidos de la tele. Pero nunca fue el caso. Nuestro fútbol de barrio era mucho más básico y pasional. Qué más necesitábamos que aquella campa. Claro que mi abuelo nos racionaba los partidos. Porque lo primero era lo primero: aquella hierba que pisábamos era, sobre todo, alimento para las vacas. Así que partidos, solo los justos.
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