La caligrafía de los cuadernos Rubio

by Julen

En casa mi madre aún conserva algún que otro cuaderno de Rubio. Allí aparecían frases mágicas, pinceladas fuera de contexto, que había que reproducir con la mayor fidelidad posible. Primero fueron solo las letras sueltas, cada cual con su prolongación para dar la mano a la siguiente. Luego llegaron las frases que obligaban a mantener la escritura entre aquellas dos líneas paralelas horizontales. Una tensión complicada de sobrellevar.

Todo ocurría en el edificio nuevo de las escuelas. Mis primeros tres años de la EGB se repartieron alternos: el primer y el tercer curso los hice en el edificio nuevo, pero en segundo me tocó un aula del edificio viejo. Yo prefería el nuevo porque tenía ventanas para distraerse con lo que pasaba fuera. Sin embargo, la caligrafía «era exigente; no debías dejar de mirar aquellas dos líneas paralelas porque, si no, el desastre estaba a la vuelta de la esquina.

Sé que escribía bien. Luego, muchos años más tarde, no sé qué fue lo que pasó para que todo se torciera. De niño siempre fui aplicado, aunque hubo, cómo no, heridas de guerra, como aquella paleta de mis dientes. La mitad se quedó allí en un recreo. Juegos de niños, a veces a cuál más bestia. Era lo que nos enseñaban. No había que arrugarse, no fuera que perdieras el prestigio. Paleta partida, éxito total.

Tengo buenos recuerdos de aquella caligrafía. Los cuadernos de Rubio forman parte de nuestra infancia. El lápiz y la goma para rebajar las desviaciones. Y la tensión reflejada en una presión innecesaria contra el papel. Cada trazo contaba, la cabeza pegada al cuaderno, el lápiz con la punta adecuada. Y la señorita en su papel de reina y señora de la escena. Su caligrafía era de otro mundo, asunto de dioses.

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