Teníamos un manzano. Junto a él, cuando hacía buen tiempo, mi abuelo a veces colocaba un enorme sillón de mimbre. Se sentaba allí y miraba hacia el valle. El manzano, de medio porte, hacia de linde entre el terreno cultivado y la campa. Siempre fue un manzano extraño porque casi nunca daba manzanas y cuando, por excepción, aparecían eran pequeñas y de aspecto no muy apetecible.
Claro que aquel manzano siempre estuvo allí. Solo cuando todo cambió, muchos años después, cuando aquel terreno se convirtió en edificable, el manzano tuvo que hacerse a un lado. Sin embargo, mi infancia transcurre junto a la de aquel manzano. No sé por qué, entre las escasas fotografías que hicimos de niños, el árbol protagonizó unas cuantas. Lo cierto es que era una referencia.
A diferencia de otros árboles, estaba plantado en la mitad del terreno. Sí, patatas, alubias o incluso maíz a un lado y al otro la hierba; pero su lugar no era lógico. ¿Quién lo plantó y desde cuándo estaba allí? No lo sé. Siempre estuvo, es lo único que soy capaz de decir. Bueno, eso y que no daba manzanas. Así que siempre pensé que aquel árbol escondía algo. Mi abuelo no habría tenido piedad de semejante inutilidad de no ser así.
Porque no soy capaz de recordarme comiendo manzanas. Pero, como digo, allí mantuvo el tipo. Formaba parte, desde luego, del paisaje cotidiano. Sirvió, eso sí, para que practicara mis escasas dotes para la escalada o para descubrir a algún pajarillo que le cogía gusto y se pasaba en alguna de sus ramos un buen tiempo practicando sus dotes musicales. En fin, por alguna razón que desconozco, era un árbol que se había ganado nuestro respeto.
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