No sé muy bien cómo comenzó todo. Supongo que mi madre, tan experta en la cocina, debió de pensar que si la huerta generosamente nos daba buenas zanahorias, había que emplearlas en algo que les hiciera honor. Creo, no obstante, que todo empezó unas Navidades. Al menos ese es mi recuerdo. Sí, porque era un momento de esmerarse con los platos y el bizcocho de zanahoria enseguida se ganó el aplauso de toda la familia.
Mi recuerdo tiene que ver con el trabajo que exigía: había que rallar muchas, muchas zanahorias. Y pensaron que mi hermana y yo podíamos jugar nuestro papel. Sin embargo, aquella operación nos dejaba los dedos de un sospechoso color naranja que no era tan fácil de eliminar. Porque no sé cuántas hacían falta, pero eran unas cuantas. Así que alguna mañana previa a las Navidades nos tocaba entrar en escena.
Veo el rallador, con aquella superficie tan arisca, pensada para que la zanahoria fuera quedando reducida a una masa cuyo destino era el horno. Rallábamos hasta que los dedos comenzaban a quedar peligrosamente cerca de la superficie de agujerillos de borde metálico, salientes y siempre al acecho. Nuestros ralladores eran de mango; así que hacían falta las dos manos: una para sujetarlo y la otra para mover la zanahoria de un lado a otro, una y mil veces.
Desde luego que el bizcocho de zanahoria conformó una buena época de las celebraciones reposteras en casa. Era algo así como el rey humilde de la fiesta. Porque, claro, era un simple bizcocho. Pero siempre había conversación sobre si el punto de cocción y de textura eran los correctos. ¿Está empapado lo suficiente? Toda una institución el bizcocho de zanahoria. Hoy, muy de vez en cuando, aparece de nuevo por Navidades. Ni mi hermana ni yo rallamos las zanahorias, pero creo que mi madre juega también con ese recuerdo cuando lo hace. Eso imagino.
Imagen de ❤️A life without animals is not worth living❤️ en Pixabay.