Cinco minutos antes. Sala de espera. Smartphone en la mano, breve repaso de lo que sea. Google manda. Escucho mi nombre. Es la hora, la media hora. Me asignan una camilla. Arriba, en las cortinas consigo mi identidad: A4. Esta vez es la A4. Las cortinas separan historias clínicas. Las cortinas delimitan el área de operaciones. La fábrica de fisioterapia a pleno rendimiento.
Corrientes y masaje. Masaje y corrientes. Lo mismo da que da lo mismo. Ahora vengo. Un momento. Dime cuándo lo sientes y lo paro. Ahora vengo. Comienza la primera parte de la operación. Los pies se me quedan fríos. Pongo los brazos sobre mi estómago. Conozco mis debilidades. El cosquilleo va y viene. La rodilla se deja hacer. La fábrica funciona.
Oigo conversaciones. Sé de mis vecinas y vecinos. Uno es médico. Otra trabaja en unas oficinas, las mismas que las de su pareja, pero en horarios distintos. Otro está jubilado. Otra es dependienta. Qué suerte. Oigo también las conversaciones de quienes trabajan en la fábrica. Han perdido el pudor. Sé de sus miserias. La fábrica impone. El ritmo de producción exige una secuencia exacta. Media hora. Dos períodos de quince minutos.
Luego viene el masaje. Una conversación. Opción A: la rodilla. Opción B: banalidades. ¿Quién comienza el juego? A veces pienso que es puro azar; a veces es el guionista quien manda. La fábrica no puede funcionar a su libre albedrío. Hay un plan. Cada media hora. Sala de espera. Mesa camilla. El tiempo transcurre. Hasta mañana, que tengas buen día. Nos disfrazamos de personas educadas y salimos a la calle. La fábrica es la fábrica. La carretilla me deposita en la acera.
Imagen de Wilfried Pohnke en Pixabay.