Charnegos, maquetos y el sur de Islandia

by Julen

He terminado de leer Yo, charnego, un libro escrito por Javier López Menacho (ya referenciamos aquí antes La farsa de las startups) y publicado recientemente por la editorial Los Libros de la Catarata. Lleva por subtítulo Memoria personal de la emigración a Cataluña. Y sí, es más o menos esto: un recorrido por los hilos que podrían conformar la madeja del charneguismo, sea eso lo que sea. En un momento del texto se dice que quizá el término dice más de quien lo pronuncia que no de quien lo sufre. Lo digo porque no es fácil ubicar en una única categoría de charnego a una diversidad de personas mezcladas en el tiempo y el espacio y a las que parece que lo que las une es simplemente su migración de una parte de la península ibérica a otra.

No me cabe duda alguna de que es un tema fascinante. El autor dedicó un tiempo a la investigación y el libro es el resultado de su trabajo de campo entremezclado con su propia condición de migrante. En investigación académica diríamos que lo que Javier López Menacho ha llevado a cabo es una observación participante (vaya recuerdos que me trae esto, tesis doctoral mediante, jeje). La contaminación aporta cualidad y matices, pero también es cierto que condiciona lo que se expone. Bueno, como con cualquier otra metodología de investigación, claro está. En cualquier caso ya lo decía en el subtítulo del libro: es su memoria personal.

Aquí, en esta parte del sur de Islandia, hemos empleado el término maqueto para referirnos a las personas migrantes que venían atraídas por el empleo que generaba el desarrollo económico. En mi casa no lo he escuchado apenas, pero sabía que existía el matiz despectivo. La historia de toda aquella gente que dejó su pueblo para buscar un nuevo futuro es admirable, lo mires por donde lo mires.

La Corporación MONDRAGON sé que hasta enviaba autobuses para recoger mano de obra y en el barrio de mi infancia conocíamos el caso de un transportista que los veranos se iba para Extremadura lleno de enseres de diverso tipo que los migrantes enviaban a sus pueblos. El caso es que el camión se volvía con más y más gente que quería trabajar allá donde sus vecinos parecían sacar sus vidas adelante. Mis amigos de infancia eran las hijas e hijos de aquellos migrantes. Para mí eran gente normal y corriente. Conformaban la escena natural de mis juegos, no había espacio para verlos de otra manera.

En nuestro caso particular quizá teníamos más conciencia de su situación personal cuando venían a casa de vez en cuando a poner conferencias para llamar por teléfono a sus familiares. Eran los tiempos en que en casa teníamos el 508. Sí, ese era el número de teléfono que servía para que Isabel, María o cualquier otra mujer del barrio retomaran el contacto directo con la familia. Es curioso, pero casi siempre recuerdo mujeres y no hombres. Quizá las cosas del cuidado emocional pasaban más por ellas que por ellos.

Cuando mi padre murió, hace ya más de 20 años, mi madre quiso ir a conocer de primera mano el pueblo del que tanto había oído hablar: Cedillo. Ese era el pueblo del que había emigrado mucha gente a nuestro barrio. Allá nos fuimos en la primavera del año 2000, en un viaje que fue la vuelta a los orígenes. Hicimos el viaje inverso, solo para intentar entender un poco mejor lo que había sucedido años antes. Los migrantes que conocimos vinieron en gran parte de Extremadura, una tierra a la que quizá por eso tengo especial cariño. Y esto, por supuesto, me lleva a la idea del hiperterritorio, el sur de Islandia.

Soy consciente de que la necesidad del migrante no tiene nada que ver con la placidez de quien –mi caso– se ha desplazado simplemente por gusto. Pero sí que me sirve la idea de hiperterritorio para aceptar que la conexión emocional con un lugar conforma un pequeño misterio. Nosotros por ejemplo lo sentimos muy claramente cada vez que pisamos la isla de El Hierro. Pero luego yo también lo noto cuando he pedaleado por el interior de Andalucía, por las montañas vacías o hasta por Girona. El sur de Islandia es así. Suele ser habitual recurrir a la tumba para asignar carta de naturaleza al arraigo: uno es de donde entierra a sus muertos. Prefiero quitarle dramatismo: uno es de donde su química personal le dice que es. No soy quién para negarle a nadie que se sienta de tal sitio si así lo quiere. Su conexión es suya, de nadie más.

Ahora tenemos la puta valla de Melilla y miles y miles de muertos en el camino. Tenemos a Trump y también a la vieja Europa que solo quiere migrantes bien organizados, a ser posible con estudios y que acepten salarios bajos. El mundo se ha globalizado. Asistimos a una nueva concepción de quienes migran desde sus lugares sin futuro hacia la promesa del primer mundo. La pantalla del smartphone lo acerca todo y concreta la esperanza: el futuro está allí, no aquí. Entre otras referencias, Javier López Menacho cita en varias ocasiones a Javier Pérez Andújar.

La gente que llegó de los lugares más pobres de España está cediendo su espacio a los que llegan de las regiones más pobres del mundo. Un testigo histórico con un denominador común, la pobreza. La globalización era esto.

En fin, un libro que me he tragado en un par de días. Los charnegos «llegaron despojados de todo y conquistaron su futuro». Espero que progresemos como sociedad, aunque no lo tengo tan claro respecto a la migración. La pobreza los lanza a la desesperada mientras aquí en el castillo del primer mundo, a estas alturas de partido, seguimos levantando murallas y fosos. Nos invaden. Triste progreso.

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1 comentario

Llega a las librerías mi nuevo libro: Yo, charnego | Javier López Menacho 18/02/2020 - 22:16

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