Con la mirada perdida, sin esperar nada más allá de que, sin más, pasara el tiempo. El tiempo era suyo, siempre lo había sido y no tenía por qué pensar que no fuera a ser así. No es que lo poseyera, no era eso, pero sabía que el tiempo era su aliado, que siempre le había sonreído. Claro que en el juego siempre tuvo presente no querer exprimirlo. Fue su pacto.
Frente a la tentación de sobreexplotarlo, ella decidió que había otra manera de llevarse bien con él. Así que la opción del respeto mutuo fue la que terminó por habitar. Entró de lleno en una especie de flujo donde el tiempo transcurría junto a ella. Caminaban de la mano aunque de vez en cuando no se olvidaban de jalonar el tránsito con algún detalle que al menos a ella le permitiera volver atrás.
La condición fue dejar que cada cual dispusiera de autonomía. No era tanto una alianza pensada sino una unión natural, a veces la única posible para sobrevivir a las presiones. El tiempo no era ya inflexible sino que se encogía y estiraba según sus estados de animo. El tiempo aceptó esa relatividad que solo los seres humanos sabían proporcionarle. Pero nada de apurar su paso. No, el tiempo en el fondo siempre sería el mismo.
Al llegar la tarde de cada día él animaba a la gente a observarlo. El sol avanzaba hacia su ocaso e invitaba a mirar al pasado. En él, como siempre, de todo. Una amalgama de sentimientos y actividades enmarañada por el devenir del tiempo. Casi en forma recursiva, aquel ocaso insistía en provocar tranquilidad. Pero cada cual lo hacía suyo y proyectaba en él su estado de ánimo. Ella, aquel día, estaba triste.